El frío intenso de la madrugada se clava en su cuerpo desnudo como miles de estalactitas, erizando su piel. Le gusta aquella sensación sintiendo despertar cada terminación nerviosa de su cuerpo, le hace sentir vivo.
Pero no puede resistirlo mucho tiempo y busca refugio en el interior, traspasando las cortinas del balcón que no dejan de mecerse, como frontera de un amanecer que entre reflejos plateados se despereza lentamente.
En la penumbra de la habitación busca con su mirada el cuerpo de Rocío, que yace desmadejado sobre la cama. Su amada, su esposa, su templo. No puede dejar de venerarla, como el artista venera su más excelsa obra de arte. Eso es, su obra, como él lo es de ella, porque ambos se reinventaron el día que se conocieron, la primera noche que con dedos afiebrados de deseo moldearon sus cuerpos, como el alfarero moldea el barro en su torno hasta encontrar la forma perfecta, y supieron que nunca más podrían vivir el uno sin el otro.
Se acerca, le gusta contemplar su cuerpo desnudo en albas como aquel, después de noches de pasión, con el perfume embriagador de sus besos aún prendido de su labios. Su pelo dorado, alborotado, desparramado sobre la almohada, dibujando mil formas imposibles. Su frente. Sus ojos, tras cuyos párpados se esconden las dos estrellas más hermosas del firmamento, su estrella.
Su cuello de cisne fino y delicado, la redondez que dibujan sus hombros, tiene que hacer un esfuerzo para contenerse y no acariciarlos con sus labios. Sus pechos firmes, que se agitan de forma acompasada al ritmo entrecortado de su respiración. Su vientre terso y suave por el que tantas y tantas veces se ha perdido, deseando no encontrarse nunca más, deseando hacer de aquel cuerpo su morada.
El edén más prohibido que se esconde entre sus piernas, promesa de mil placeres eternos. La forma bien delimitada de sus muslos y sus pies pequeños que tanto le gusta acariciar.
El frío lo abandona y no puede evitar que una oleada irreprimible de deseo se apodere de él, de forma poderosa, urgiéndole a buscarla. Acaricia con su lengua aquellos pies, los recorre, sube por sus piernas, por la parte interna de sus muslos, apenas rozándolos, hasta llegar a su sexo y acariciarlo con veneración con su lengua. Ella deja escapar un gemido entrecortado, sin despertarse pero consciente de que su amado la reclama, y se entreabre para recibirlo, en el más dulce de los duermevelas.
Una vez más el milagro del amor, de la pasión, del deseo más desbordado mientras se aman entre las sábanas con la desesperación de la primera vez. Y un pensamiento que se abre paso con fuerza en su interior, la certeza insoslayable de haber nacido para amarla.
Añadir comentario
Comentarios