Te pienso, mientras los ecos de mis pasos resuenan como timbales entre el empedrado de estas callejuelas con sabor a ayer. Eres mi estrella de mar, la que con su hilo dorado me guía bajo firmamentos estrellados hasta puertos prohibidos de pasiones escondidas, lejos de los arrecifes desde los que siete enanos cascarrabias intentan lanzarnos piedras con sus hondas sin conseguir tocarnos, a resguardo de los rayos de impiedad con los que los dioses ateos nos quieren dañar. Incrédulos de una fe donde tú eres mi Diosa y lo que sentimos mi religión.
Y mi mente se dispersa mientras siento tu presencia en una diáspora de sensaciones etéreas. Vuelo, no ya hacia ti sino contigo, cogidos de la mano. ¿Cuándo sufrí la metamorfosis?, desde un rincón Kafka me mira con recelo por rebatir sus argumentos, incapaz de combatir, sucumbiendo a la dulce transformación que tú me propones y obligándolo a buscar otras almas que conquistar, sabiéndose derrotado por tu ejército de luz. Porque nuestro castillo no se construye sobre conquistas impuestas ni doblegamientos asumidos, en lo más alto de nuestra torre brilla iridiscente la bandera del amor infinito, aquella que juntos bordamos con hilos de sueños y agujas de coral. Se abre una ventana a lo lejos y desde ella, Romeo y Julieta nos miran, contemplándonos, con la certeza de que tal vez a través de nuestro amor puedan reescribir su historia, y es que la historia de un amor no tiene nada que ver con Capuletos ni Montescos ni rencores ancestrales, solo tiene que ver con corazones unidos y miradas cómplices que reflejan la ternura, la pasión, el amor infinito que nos une, la pureza de un sentimiento que nos eleva y nos transporta a paraísos escondidos.
Quietud, sabiendo que a pesar de todas las tormentas que nuestro velero tenga que atravesar tú eres mi hoy, mi mañana, que quizás también fuiste mi ayer, que solo estábamos ahí esperando que nuestras almas se unieran, que nuestros corazones se fundieran en un fuerte abrazo eterno, conscientes de que aquel dios imperfecto nos puso en el mundo para que nos encontráramos, porque no podía ser de otra manera, porque desde el inicio de la creación en el libro del tiempo un druida escribió con tinta indeleble una página con nuestros nombres. El inicio, una página que se convierte en libro, un libro que se convierte en universo.
Las olas nos observan, mientras nos hablamos de amor apoyados sobre aquella balaustrada, nos llaman a su lado. Abrazados descendemos hasta ellas mientras una luna enamorada nos regala su más dulce resplandor y desnudos, despojados de cualquier temor que pueda romper la magia de ese momento nos mecemos entre las aguas de este mar incorpóreo que nos acaricia con devoción, saciándonos de nuestras humedades en la fuente del perpetuo deseo. Y un día más, una noche más, el amor que se consuma, un amor imperecedero, porque ambos sabemos que incluso el día que Mefisto decida desatar todas las fuerzas del averno sobre la faz de la tierra, la llama de nuestro amor seguirá brillando, inmortal, por toda la eternidad.
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